Rosario Central se volvió a encontrar situado en el plano internacional luego de ocho años de sequía que parecieron pegarles fuerte. Despertó tarde del shock, y no es la primera vez que el equipo de Miguel Ángel Russo regala un tiempo completo. Casi como un vago irresponsable, logró ponerse de pie cuarenta y cinco minutos después que sonó el despertador: un Gigante de Arroyito atestado e inquieto.
No había que ser brujo para adivinar, previo al partido, las intenciones de uno y de otro. Boca intentaría tener la posesión y controlar los tiempos; Central buscaría apostar a los pelotazos al Loco Abreu. Y eso es lo que hicieron ambos con sus limitaciones.
El conjunto rosarino salió mal parado a la cancha, con el irremediable vicio del doble cinco y la dupla central en línea. Entre Donatti y Berra, no se entendía quién tomaba y quién sobraba. Para colmo, dichos desacoples, quedaban aún más evidenciados porque Musto no taponaba y Barrientos no lo secundaba. Esto hizo que el local fuese un free shop con las puertas abiertas de par en par, cuya entrada libre supieron aprovechar los atacantes Xeneizes en los primeros minutos.
Medina, que no fue punzante en ataque ni auxiliar en defensa; y Jonás Aguirre, al que no le dieron mucho juego, desaparecieron como alternativas y obligaron al balón largo constantemente, partiendo en dos al equipo. Aunque no todo fue negativo en este primer tiempo, porque el uruguayo Abreu peinó la mayoría de los adoquinazos que le enviaba la defensa para Acuña, que inspirado por momentos, dificultaba al visitante.
Los protagonistas, cuales niños de jardín de infantes, jugaron a ver quién era más generoso. Se prestaron la pelota –lo que hizo que el partido a veces quede planchado en una laguna- y dominaron de a ratos. Es cierto que éste no escaseó de situaciones claras y condimentos de todo tipo, ya que ningún mediocampo lograba encontrar un mínimo de estabilidad y contención.
Lo advertíamos todos los testigos: Central no achica, tiene complicaciones en el retroceso y queda desarmado cuando le acortan los tiempos en la recuperación. Es decir, cuando le son verticales. Y eso le acarrearía problemas: “si no es ahora, va a ser dentro de cinco minutos” recuerdo que le dije a un amigo. Y así fue. Tras una pérdida inútil del Chucky y un resbalón infortunado del Loncho, el equipo quedó a merced del destino, que haría festejar a Boca un gol de visitante que vale oro. Leandro Marín abría el marcador y constataba las falencias de un equipo que debe trabajar un abismo para mejorar.
En el segundo tiempo la historia fue otra. Con el ingreso de Becker, que le brindó variables interesantes en la generación, y con la notable alza de Jonás Aguirre por el flanco izquierdo, el Canalla se hacía merecedor del empate entre travesaños, penales no cobrados y goles imposibles de errar.
Y no se vaya a creer que había solucionado los disparates defensivos. Lo pudo perder en más de una contra, siempre atenuadas por los guantes de Caranta. Y otro gol visitante, sellaba la serie prácticamente. Condenaba al Auriazul a hacer dos goles en la Bombonera. Pero Boca estaba totalmente desorientado y olvidado, incluso con un jugador más. Vale recordar aquí, el desvergonzado episodio de Donatti, quién habiendo flaqueado los noventa minutos, propinó un codazo innecesario a Meli en un balón que ya tenía ganado.
Con la cuenta regresiva de los segundos que se extinguían, las ilusiones que se empañaban y los murmullos que calaban hondo en los oídos de los jugadores, se paró Pablo Becker frente a la pelota en un tiro libre directo que consumaría el tiempo. Al hacer flamear las redes del arco de calle Génova, el estadio quedó encubierto por un furibundo y unísono grito de gol. Que no significa que Central haya jugado bien, y que tampoco denota un buen resultado (ahora está obligado a convertir en la cancha de Boca). Pero que sin dudas, representa un desahogo y un recambio de aire para afrontar la vuelta.
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