martes, 19 de mayo de 2015

Xeneizes: vencedores y vencidos



  Las últimas horas del sábado, CONMEBOL dio a conocer detalles sobre la sanción a Boca por el incidente en La Bombonera, ocurrido el pasado jueves en el cruce de vuelta por los octavos de final de la Copa Libertadores contra River. 

 Un verdadero bochorno la liviandad con que se tomó el caso en los escritorios y con la que se resolvió el fallo final. No bastó la exclusión del equipo de la vigente competencia, ni alcanzan los 200.000 dólares de multa o los ocho próximos cotejos sin estadio ni público para resarcir los daños causados. 

 La salud de los jugadores –y de las personas sobre todo- es un valor que no tiene precio. Hasta el día de hoy, no se conoce con especificidad el tipo de gas utilizado para dañar la integridad de los “rivales”, ya que aún no se han realizado los análisis toxicológicos correspondientes. Doctores y especialistas afirman que las consecuencias pudieron haber sido mucho peores y los posteriores lamentos, trágicos e infinitos.

 El club responsable debería bordarse una nueva estrellita en su escudo gracias a las negociaciones que el abogado de la entidad llevó a cabo en Paraguay, país sede de la CONMEBOL.

 Por haber matado al fútbol, tanto en juego como en espectáculo, la sanción resulta casi imperceptible. La terminaron sacando barata Daniel Angelici y su gente, ya que se hablaba previamente de medidas más severas: una hipotética prohibición del estadio más duradera y no sólo en el ámbito internacional.

 Sin embargo, sanciones deportivas menores y un monto de dinero que no representa grandes inconvenientes para el club más millonario de la Argentina, dejan abiertas las heridas y hacen balancear con mayor vehemencia la espada de Damocles que pende sobre la cabeza del fútbol nacional.

 Como futboleros pero más aún, como actores sociales, tenemos un deber sustancial que es reconstruir el camino que nos está empujando hacia el abismo que causará la desaparición del espectáculo; y comenzar a caminar por nuevos senderos que nos devuelvan la transparencia del sano folklore.

 No obstante, para jalar la punta del ovillo hay que tener en claro que fue desde la llegada de las barras bravas, allá por los setenta, que la violencia se instaló en los estadios con mayor magnitud año tras año. Entonces ése es el cáncer que habremos de combatir para volver a la normalidad. La inquietud dominante es cómo llevar a cabo su erradicación si los delincuentes del fútbol son los brazos armados de dirigentes, políticos y narcotraficantes.

 Los violentos han vencido en las canchas y los dirigentes avalan desde el escritorio. El grado de permeabilidad institucional se volvió nuestro sello distintivo, sobre todo desde los inicios del Grondonismo. Las barras bravas gobiernan los clubes y desde la cumbre política, nada se hace para extirpar ese tumor maligno que enferma gradual y paulatinamente y que nos lleva, inexorablemente, a la muerte más dolorosa que puede sufrir un verdadero hincha: dejar de ir a la cancha.

 Una nueva derrota. ¿Hasta cuándo? 

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