Las últimas horas del sábado, CONMEBOL dio a
conocer detalles sobre la sanción a Boca por el incidente en La Bombonera,
ocurrido el pasado jueves en el cruce de vuelta por los octavos de final de la
Copa Libertadores contra River.
Un verdadero bochorno la
liviandad con que se tomó el caso en los escritorios y con la que se resolvió
el fallo final. No bastó la exclusión del equipo de la vigente competencia, ni
alcanzan los 200.000 dólares de multa o los ocho próximos cotejos sin estadio
ni público para resarcir los daños causados.
La salud de los
jugadores –y de las personas sobre todo- es un valor que no tiene precio. Hasta
el día de hoy, no se conoce con especificidad el tipo de gas utilizado para
dañar la integridad de los “rivales”, ya que aún no se han realizado los
análisis toxicológicos correspondientes. Doctores y especialistas afirman que
las consecuencias pudieron haber sido mucho peores y los posteriores lamentos,
trágicos e infinitos.
El club responsable
debería bordarse una nueva estrellita en su escudo gracias a las negociaciones
que el abogado de la entidad llevó a cabo en Paraguay, país sede de la
CONMEBOL.
Por haber matado al
fútbol, tanto en juego como en espectáculo, la sanción resulta casi imperceptible.
La terminaron sacando barata Daniel Angelici y su gente, ya que se hablaba
previamente de medidas más severas: una hipotética prohibición del estadio más
duradera y no sólo en el ámbito internacional.
Sin embargo, sanciones
deportivas menores y un monto de dinero que no representa grandes
inconvenientes para el club más millonario de la Argentina, dejan abiertas las
heridas y hacen balancear con mayor vehemencia la espada de Damocles que pende
sobre la cabeza del fútbol nacional.
Como futboleros pero más aún, como actores
sociales, tenemos un deber sustancial que es reconstruir el camino que nos está
empujando hacia el abismo que causará la desaparición del espectáculo; y
comenzar a caminar por nuevos senderos que nos devuelvan la transparencia del
sano folklore.
No obstante, para jalar la punta del ovillo
hay que tener en claro que fue desde la llegada de las barras bravas, allá por
los setenta, que la violencia se
instaló en los estadios con mayor magnitud año tras año. Entonces ése es el
cáncer que habremos de combatir para volver a la normalidad. La inquietud
dominante es cómo llevar a cabo su erradicación si los delincuentes del fútbol
son los brazos armados de dirigentes, políticos y narcotraficantes.
Los violentos han
vencido en las canchas y los dirigentes avalan desde el escritorio. El grado de
permeabilidad institucional se volvió nuestro sello distintivo, sobre todo
desde los inicios del Grondonismo. Las barras bravas gobiernan los clubes y
desde la cumbre política, nada se hace para extirpar ese tumor maligno que enferma
gradual y paulatinamente y que nos lleva, inexorablemente, a la muerte más
dolorosa que puede sufrir un verdadero hincha: dejar de ir a la cancha.
Una nueva derrota.
¿Hasta cuándo?
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