Por Fabrizio Turturici.
Pasó el
domingo 15. Fecha seguramente recordada en el tiempo por ser el día del padre
más sufrido que yo recuerde. Se costó digerir el asado dominguero, y los
nervios crecían cada minuto que pasaba, en una tarde donde las horas eran
siglos y el debut de Argentina en el Mundial se veía cada vez más lejos del
horizonte. Como en una contienda bélica, las tropas argentinas tenían que ir al
frente en tierras brasileñas, comandadas por el general Sabella, para chocar
contra un rival tan subvalorado que resultó ser amenazante: Bosnia y
Herzegovina.
Cuando por fin se hicieron las siete, nos emocionamos con la salida de nuestros representantes en el mítico estadio de Maracaná, que parecía –al menos por televisión- atiborrado de casacas celestes y blancas. Cantamos el himno, sentimos el aliento de los que viajaron atrás de la nuca, y nos pusimos de pie con el puntapié inicial. El primer grito de euforia no tardó en llegar: a los dos minutos (el tan criticado) Rojo peinó un tiro libre ejecutado por Messi, y la infortunada pierna de Kolasinac cambió el destino de la redonda hacia las redes.
La lógica se imponía en el Maracaná, y Argentina le ganaba en los albores de su debut a Bosnia y Herzegovina. Pero, de la misma manera que había llegado ese grito ilusorio tan tempranero, se alcanzaron a escuchar los ecos de los primeros alaridos de nerviosismo. La Selección se quedaba atrás, no administraba la pelota y mucho menos neutralizaba los intermitentes ataques bosnios. Y lo sufría, con las imprecisiones de Messi y las dubitaciones que reinaban del medio para atrás. Las expectativas que habían proliferado, minutos después se esfumaron como el humo y ya no estábamos frente al debut soñado.
Bosnia, con sus consabidas limitaciones, nos apabullaba en nuestra área, poblada por cinco jugadores de flojo rendimiento –salvemos a Garay y, en menor medida, a Rojo- que no tenían en claro su función en este (improvisado) sistema. El primer tiempo se resume en soportar embates del rival, en carcomernos las falanges y en respirar hondo con su pitazo final.
Pero los argentinos lo sabemos: siempre que llovió, paró; y siempre que a Messi se lo criticó, rebatió con magia. En la segunda mitad, tan furibundo como enardecido, cuando le llegó el sonido de los envidiosos brasileños que cantaban por Neymar, de la galera, de otro partido –y de otro mundo-, sacó un jugadón propio de él por la derecha que terminó, como tantas veces, con un enganche hacia adentro y un sutil toquecito a la ratonera, inalcanzable para el arquero. Nos dimos cuenta entonces, que el punto de inflexión del partido de Argentina, fue el cambio de esquema al 4-3-3 con los ingresos de Gago e Higuaín. Con este sistema nos sentimos más cómodos y nos encaminamos a cambiar la pálida imagen que habíamos dejado.
Parece mentira, pero al hacer otro gol, nos volvimos a relajar y se nos volvió a nublar el panorama. Bosnia, demostró ser (a pesar de las adversidades, contra viento y marea) un seleccionado que intenta jugar y jamás tira la toalla. Esa exaltación nacionalista tuvo su recompensa: Ibisevic aprovechó el desbarajuste que hicieron entre el no-retroceso de Zabaleta, la no-marca de Fernández y la perezosa salida de Romero para descontar y, en definitiva, finalizar el partido con un premio merecido: conseguir que los favoritos argentinos terminen su debut en el Mundial contra las redes, amotinados en las trincheras de su campo, y pidiendo la hora para –por fin- poder relajar los pómulos y sonreír con cierto grado de falacia y escepticismo.
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