lunes, 28 de julio de 2014

Juan Manuel Fangio, prohibido olvidar.

Por Fabrizio Turturici.

La localidad de Balcarce, ubicada al sudeste de la provincia de Buenos Aires, es conocida por haber acunado a una leyenda del automovilismo, a un ídolo del deporte mundial y a un símbolo patrio de la historia argentina; todos ellos en una misma persona: Juan Manuel Fangio.

 Juan Manuel nació el 24 de junio de 1911. Diez años después, el menor de seis hermanos pasmaba a su modesta y trabajadora familia cuando se decidía abandonar los estudios para dedicarse a algo tan azaroso como la mecánica. Ese jovencito, que seguro no se imaginaría pentacampeón mundial de Fórmula 1 ni en su más remoto sueño, había volcado –acertadamente- todos sus intereses en los motores.

 Fangio sentía una abrasadora y magnética atracción por los coches, ya que con apenas una década de vida sabía conducir sin que nadie le enseñara, tal como declararía tiempo después: “La primera vez que manejé, me subí al auto, arranqué, empecé a andar y cuando vi que podía doblar y frenar tuve la impresión de que el auto tenía vida”.

 Los conocimientos en “el Chueco” (como lo apodaban por su otra pasión, el fútbol) se iban acumulando como si la cabeza de éste fuera una enciclopedia; y las habilidades al volante y a los pedales se forjaban de a pasos agigantados. Por estos motivos, en 1938 no tuvo dificultades en debutar en el Turismo Carretera (la competición automovilística argentina de mayor jerarquía) terminando su primera carrera importante en el séptimo puesto. Es cierto, lo hizo a la alta edad de 27 años y una notable mayoría no le daba el crédito que, poco tiempo después, se jactaría de habérselo dado desde el principio.

 En los albores de la década del ‘40, comenzaba a moldearse una historia prometedora de éxito y renombre. A bordo de su Chevrolet, se alzó con dos títulos nacionales seguidos y la ilusión creció notablemente. Sin embargo, el sueño se tuvo que postergar un tiempo, debido a los deseos de Fangio de ir a Europa –continente convertido en una carnicería humana- en busca de glorias aún mayores. De no haber sido por esa maldita Segunda Guerra Mundial, ¿quién dice que Fangio, al irse más joven, no podría haber hecho aún más de lo que hizo?

 Culminada la crisis europea, el Chueco reemprende sus andanzas por las pistas, y logra una cantidad significativa de títulos que le valen el apoyo financiero del gobierno de Perón, para su partida al viejo continente. No faltaba mucho para que su agilidad sea admirada por el mundo entero.

 Instalado allí, y con el vigente Campeonato Mundial de Pilotos organizado por la FIA, la silueta de Juan Manuel Fangio dejó huellas imborrables en la historia del automovilismo. Al mando de un Alfa Romeo, finalizó su primera experiencia en la F1 como subcampeón mundial. Al año siguiente, en 1951, Fangio se convierte en Campeón Mundial de Pilotos por primera vez (con tan sólo 40 años), y deslumbra a los fanáticos de la velocidad.

 Como no existe una historia sin capítulos negros, al año siguiente, mientras lucía su Maserati en el GP de Monza, sufrió el accidente más grave de su carrera al impactar contra los fardos de contención. La delgada línea que lo separaba de la vida a la muerte, era cada vez más estrecha. Pero los campeones de esta estirpe siempre salen adelante, y el Chueco a la siguiente temporada estaba sentado nuevamente arriba de su Maserati, con su tímida figura y su temerosa voz, contrastada por su valentía y audacia al volante.

 En esos primeros dos años de su reaparición, no pudo cosechar más que dos subcampeonatos. El bicampeón Ascari, era difícil de ser alcanzado debido a su veloz Ferrari.

 Fangio tuvo que esperar hasta el ’54 para volverse a ver las caras con un viejo conocido: el título. Su nombre es sinónimo de victorias, su apellido es sinónimo de campeón. Y mirá cómo serán de compatibles las palabras “Fangio” y “Campeón”, que terminó ganando cuatro Campeonatos Mundiales consecutivos. Repasemos entonces su haber: Campeón Mundial en el ’51 (con Alfa Romeo), en el ’54 y ‘55 (con Mercedes), en el ’56 (con Ferrari) y en el ’57 (en su vuelta a Maserati).

  Este último, el de 1957, resulta muy llamativo por innumerables motivos. Los tres más destacados a tener en cuenta son: el simple hecho de la edad (tenía 46 años cuando se alzó con su pentacampeonato); la memorable hazaña de haber vencido a los pilotos más grandes de Ferrari con una escudería considerablemente inferior; y la peripecia de haber sido participe de la recordada “carrera del siglo” en el GP de Alemania.

 En 1958, el destino quiso que en Reims, allí donde todo había comenzado hace diez años para el piloto argentino en la Fórmula 1, se despidiera para siempre de los motores.

 Se terminó quedando con varios reconocimientos, como el del piloto con más títulos (hasta hace poco, que fue superado por Michael Schumacher); el de mejor promedio de victorias; el único que ganó cuatro campeonatos con distintas escuderías; y el piloto campeón más longevo. Los últimos tres, aún los mantiene.

 En julio de 1995, con 84 años y una vida plagada de triunfos, reconocimientos y honores, pereció el titán del automovilismo argentino y mundial. Un orgullo, sin duda, prohibido de olvidar.

domingo, 27 de julio de 2014

El inmortal muchacho brasileño.

La historia de Ayrton Senna, campeón de campeones.
Por Fabrizio Turturici.

Que de Brasil surgieron innumerables estrellas del deporte, es algo consabido para los amantes del mismo. Entre ellos, es imposible no mencionar el nombre de Ayrton Senna da Silva: sin duda, el más grande piloto de Fórmula 1 de todos los tiempos –no sólo del país, sino del mundo para muchos eruditos- con una personalidad humilde y ganadora que brillará para siempre en la eternidad.  Porque es así, mientras algunos tienen su fama efímera, por una recta, unas vueltas, unas curvas; otros, como Ayrton, ponen su firma definitiva en los papeles de la historia grande del automovilismo.

Nacido el 21 de marzo de 1960, en San Pablo, Ayrton Senna no demoró su pasión por los autos de su nacimiento: de muy chico, su padre Milton, construyó para él un karting equipado con frenos a disco y un motor extraído de una picadora de caña que le permitía alcanzar una velocidad de 60 km/h. Vecinos de su antigua casa, atestiguan que permanecían horas mirando perplejos y boquiabiertos cómo ese chico, de unos cuatro o cinco años, agarraba las curvas con una noción propia de un sabedor.

 La dedicación y la habilidad de Senna al volante se iban alimentando con el pasar de los años de manera abismal. Tanto es así, que a los 17 años consiguió su primer título sudamericano de kart, éxito que repitió al año siguiente. Ese mismo año (1977) participó de su primer Mundial, sin poder lograr el podio. Y aunque su vidriera rebosaba de títulos brasileños, el título mundial se resistía a caer de su lado, conformándose con dos subcampeonatos y con un prestigio de campeón que comenzaba a llamar la atención de todos los fanáticos y a asomar sus narices en los principales medios periodísticos de cada rincón del mundo.

 Con 21 años, joven –aunque decidido a triunfar y con una inmensa trayectoria por delante-, Ayrton cruza el Atlántico empeñado en ser parte de la élite profesional del deporte, recayendo en Gran Bretaña, “cuna del automovilismo”, su paradero que lo llevaría a la gloria ad eternum.

 Convencido en abandonar todo tipo de trabas psicológicas que eran su carga desde Brasil, al mando de un Van Diemen Rf80 – Ford, se inscribe en dos campeonatos y los vence de forma clamorosa, con un palmarés lleno de vueltas rápidas y victorias. El sendero hacia el Olimpo parecía que se abriría expedito a sus pies, pero un viento sopla desde el continente americano, con la noticia de que lo había abandonado su bella esposa Lilian. Senna, sin dinero y ofuscado por su flagrante separación, decide volver a su añorado país; lamentándose, entre tantas cosas, por sus bajos ánimos de continuar con su sueño. Así lo evidenció en una de sus célebres frases: “Me doy cuenta que para progresar el talento es insuficiente, hace falta dinero y muy buena preparación psicológica. Debo elegir entre mi familia y las carreras, y no quiero ir corriendo detrás de los sponsors. Me retiro de todo, sólo correré en kartings”.

 Después de un tiempo, reanimado por sus afectos, encendió el motor, puso primera y volvió a encaminar sus deseos y anhelos. Un sinfín de victorias y poles en la categoría 2000 del Pace British y Efda, le valieron su merecido premio de disputar con un Ralt Rt3 – Toyota la competencia de F-3. Mientras tanto, Ayrton residía en una casita cerca de Norwich, que antes había pertenecido a un ex piloto de Fórmula 1, Raul Boesel: todo un indicio.

 Sin dudas, éste era su escalón a la F1 y sabía que no podía desaprovecharlo. Las demostraciones de clase que propinaba sobre la pista, le permitieron contar con el sponsor de Malrboro, que lo llevó al Campeonato Mundial de F3 en Asia para que lo pudiera ganar abrumadoramente. El examen estaba superado, y por fin le llegaría ese momento de debutar en la Fórmula 1, del cuál estaba ávido desde los cinco años.

 Su entrada a la misma se produjo de la mano de un contrato firmado por la modesta escudería Toleman. Apenas en su segunda carrera, Ayrton logró la sexta posición, a pesar de correr con el frontal de su monoplaza estropeado. Para confirmar que este resultado no fue casual, Senna repitió en el GP de Bélgica. Y luego, en el de San Marino, no pudo clasificarse por un inconveniente entre Toleman y Pirelli. Lo que el brasileño no sabía, es que precisamente allí, el futuro le tenía reservado una terrible fortuna.

 El año 1984 tuvo un momento álgido para Ayrton: el del GP de Mónaco. La jornada en el principado había amanecido lluviosa y con una intensa bruma que bloqueaba hondamente la visibilidad. Nadie se esperaba que el emergente genio de la F1 se destacara de tal manera en esas condiciones. Ninguno de los millones de espectadores conocía la destreza que Senna tenía en pistas mojadas, y fue así que dio el gran batacazo. Entre charcos de aguas y a base de espectaculares maniobras y adelantamientos, logró la segunda plaza. En su mira, tenía apuntado al primer lugar, que era ocupado por Alain Prost. Hombre que en el tiempo se convertiría, sin dudas, en el mayor oponente de Ayrton.

 El resto del campeonato, con un vehículo bastante mediocre, logró varios podios y dio a conocer su nueva decisión: se iría de Toleman para correr en Lotus. Así, más acaudalado gracias a su nuevo vínculo y con una monoplaza mucho más competente –si bien ese año dominaban los McLaren-, logró alzarse con dos importantes victorias, la primera bajo la lluvia de Estoril y la segunda, en Bélgica.

 Al año siguiente, 1988, Senna consigue su primer título de la mano de McLaren y el prestigio que merecía. Porque fue ese campeonato, que el virtuosismo de Ayrton pudo más que la experiencia y la estrategia del “profesor”, Alain Prost. Tras un emparejamiento constante y una resolución final apretada, el as brasileño se adjudicó su primer título de F1, lo que sería el puntapié inicial de una gran crónica.

 En 1989, las relaciones de Senna y Prost –compartían escudería- eran de gran compañerismo y camaradería (o al menos eso parecía). Aquí la historia da un rotundo giro sobre su eje, y los enfrenta casi permanentemente, luego del no cumplimiento de un preacuerdo hecho entre ambos, que pactaba que el primero que llegue a la curva, no se vería atascado por el otro. Desde esa victoria de Ayrton –en la que Alain había largado mejor y el incidente lo hizo deshacerse-, se desenterró el hacha de guerra y se aseveró que cada uno seguiría su camino-. Algo que, claro, tampoco se cumpliría, teniendo en cuenta que sus peripecias se volvieron a cruzar en innumerables ocasiones. Meses más tarde, en el GP de Japón, Senna tenía en la mira de sus pequeños y desafiantes ojos la patente de Prost, que era acechado por la velocidad del brasileño. Cuando sobre el ocaso de la carrera éste pudo pasarlo en una curva, “el profesor” se le cerró previendo la maniobra, ocasionando el enganche de los vehículos. Senna pudo continuar, y arrebató el primer puesto (que estaba ahora ocupado por Nannini). Sin embargo, el francés Balestre le consintió la victoria al italiano, generando violentas polémicas que devinieron en una descalificación y multa por parte de la FIA; y la gradual depresión del brasileño. Su estado emocional que ya rayaba el paroxismo, y sus negros ojos, que ahora reflejaban un infinito túnel oscuro de incertidumbres, desconsuelo y nostalgia; brillarían nuevamente al año siguiente, con la redención con Prost y su segundo título mundial.

 1990 fue una buena oportunidad para reconstruirse sobre su base. Como una mitológica ave fénix (que cada vez que se derrumba, se rehace sobre sus cenizas), Ayrton Senna da Silva litigó nuevamente con el actual N°1 en la tierra del sol naciente, que ahora paseaba su lomo sobre una potente Ferrari roja. Sin embargo –y más allá de toda refracción-, se subió a su coche decidido a reverdecer sus ímpetus, sin necesitar 46 vueltas como el año pasado, sino que apenas una curva, la primera, para despojar a Prost de la hegemonía colocando su figura y para adornar sus repisas con otro trofeo mundial.

 Un nuevo año, un nuevo título. El 1991 para Ayrton Senna fue un año complicado aunque lleno de triunfos. Él mismo lo declaró uno de los más infelices de su vida. Y no fue de mucho consuelo haber logrado el tricampeonato mundial (nuevamente en Susuka, Japón); haber logrado un GP en sus tierras natales (hecho que repetiría dos años después); haber colocado su nombre en una exclusiva y restringida lista de tricampeones mundiales de la F1; y haber consiguido el éxito sempiterno.

 Los años que siguieron, fueron un intento banal e infructuoso de contrarrestar la supremacía de Williams-Mansell. En el ’93, y sosteniendo su argumento de cuán insoportable es la presión psicológica de pertenecer a la élite, el genio de la F1 casi se pierde de participar por cuestiones contractuales. Aun así, luego de duras tratativas, vuelve a deslumbrar al planeta con sus maniobras. Por ejemplo: en el circuito británico de Donington Park, bajo la lluvia más impresionante de los últimos veinte años, cuando Senna largó mal y comenzó a devorarse uno por uno, llegando de nuevo, al segundo lugar (precedido por Prost y su “astronave”), y volviéndoselo a arrebatar finalmente. El final del año proclamó campeón al piloto francés. Senna refrendó su clase excepcional con un subcampeonato y una serie de cinco victorias consecutivas con su monoplaza notablemente inferior a la de sus adversarios.

 Lamentablemente, no todas las historias tienen un final feliz; y aunque desearíamos que el 1994 jamás hubiese llegado, es inevitable de omitir en las crónicas de nuestro héroe. Senna, quien venía de consabidas depresiones y no se lo veía feliz acorde a sus logros, agobiado por las presiones, tuvo la mala decisión final de seguir corriendo y no abandonar el deporte, cuando se sabe, que estuvo a punto de hacerlo. Firmó para la escudería Williams una muerte previsible, causada por los ineficientes “cráneos” de la organización.

 Las pruebas invernales habían desanimado y preocupado la granítica confianza del abrumado Senna. Los nuevos vehículos se habían vuelto inmanejables e incómodos, y ya se habían sucedido una serie de accidentes que preocupaban a todo el mundo (salvo a los minúsculos cerebros de la FIA, claro).

 San Pablo, su “patria chica”, recibía el primer GP del año y junto a él, a su máxima figura. Las calles de Brasil rebosaban de alegría y cada bar del lugar se desbordaba de locura y pasión por su máxima figura. Para sorpresa de todos, Ayrton sufriría un trompo, y la carrera la ganaría otro emergente campeón de campeones, Michael Schumacher. Las sombras invernales se volvieron cada vez más densas y ni siquiera “el hijo de las tormentas y los fuertes vientos” pudo disiparlas.

 Gran Premio de San Marino. Imola, circuito Enzo y Dino Ferrari. Curva de Taramburello. Año 1994. 1 de mayo. El recuerdo es una pesada carga sobre la espalda imposible de sacársela de encima, la memoria resquebraja los moribundos corazones de cualquier amante del automovilismo. O del deporte mejor dicho. Porque Ayrton Senna, de un segundo a otro, pasó a formar parte de la pole. Esta vez, la pole del cielo.


 Su funeral fue uno de los más emotivos de la historia. El inerte cuerpo que había pertenecido horas antes al piloto más grande de Brasil y del mundo, fue acompañado por las calles de su amado San Pablo por más de dos millones de personas desconsoladas y atónitas, realizando su recta final al Olimpo de los Dioses del automovilismo.