La historia de Ayrton Senna, campeón de campeones.
Por Fabrizio Turturici.
Que de Brasil surgieron
innumerables estrellas del deporte, es algo consabido para los amantes del
mismo. Entre ellos, es imposible no mencionar el nombre de Ayrton Senna da
Silva: sin duda, el más grande piloto de Fórmula 1 de todos los tiempos –no
sólo del país, sino del mundo para muchos eruditos- con una personalidad humilde y
ganadora que brillará para siempre en la eternidad. Porque es así, mientras
algunos tienen su fama efímera, por una recta, unas vueltas, unas curvas;
otros, como Ayrton, ponen su firma definitiva en los papeles de la historia grande del
automovilismo.
Nacido el 21 de marzo de 1960, en San Pablo, Ayrton Senna no demoró su pasión por los
autos de su nacimiento: de muy chico, su padre
Milton, construyó para él un karting equipado con frenos a disco y un motor
extraído de una picadora de caña que le permitía alcanzar una velocidad de 60 km/h. Vecinos de su
antigua casa, atestiguan que permanecían horas mirando perplejos y
boquiabiertos cómo ese chico, de unos cuatro o cinco años, agarraba las curvas
con una noción propia de un sabedor.
La dedicación y la
habilidad de Senna al volante se iban alimentando con el pasar de los años de
manera abismal. Tanto es así, que a los 17 años consiguió su primer título
sudamericano de kart, éxito que repitió al año siguiente. Ese mismo año (1977)
participó de su primer Mundial, sin poder lograr el podio. Y aunque su vidriera
rebosaba de títulos brasileños, el título mundial se resistía a caer de su
lado, conformándose con dos subcampeonatos y con un prestigio de campeón que
comenzaba a llamar la atención de todos los fanáticos y a asomar sus narices en
los principales medios periodísticos de cada rincón del mundo.
Con 21 años, joven
–aunque decidido a triunfar y con una inmensa trayectoria por delante-, Ayrton
cruza el Atlántico empeñado en ser parte de la élite profesional del deporte,
recayendo en Gran Bretaña, “cuna del automovilismo”, su paradero que lo
llevaría a la gloria ad eternum.
Convencido en
abandonar todo tipo de trabas psicológicas que eran su carga desde Brasil, al
mando de un Van Diemen Rf80 – Ford,
se inscribe en dos campeonatos y los vence de forma clamorosa, con un palmarés
lleno de vueltas rápidas y victorias. El sendero hacia el Olimpo parecía que se
abriría expedito a sus pies, pero un viento sopla desde el continente
americano, con la noticia de que lo había abandonado su bella esposa Lilian.
Senna, sin dinero y ofuscado por su flagrante separación, decide volver a su
añorado país; lamentándose, entre tantas cosas, por sus bajos ánimos de
continuar con su sueño. Así lo evidenció en una de sus célebres frases: “Me doy
cuenta que para progresar el talento es insuficiente, hace falta dinero y muy
buena preparación psicológica. Debo elegir entre mi familia y las carreras, y
no quiero ir corriendo detrás de los sponsors. Me retiro de todo, sólo correré
en kartings”.
Después de un tiempo,
reanimado por sus afectos, encendió el motor, puso primera y volvió a encaminar
sus deseos y anhelos. Un sinfín de victorias y poles en la categoría 2000 del
Pace British y Efda, le valieron su merecido premio de disputar con un Ralt Rt3 – Toyota la competencia de F-3.
Mientras tanto, Ayrton residía en una casita cerca de Norwich, que antes había
pertenecido a un ex piloto de Fórmula 1, Raul Boesel: todo un indicio.
Sin dudas, éste era
su escalón a la F1 y sabía que no podía desaprovecharlo. Las demostraciones de clase
que propinaba sobre la pista, le permitieron contar con el sponsor de Malrboro,
que lo llevó al Campeonato Mundial de F3 en Asia para que lo pudiera ganar abrumadoramente.
El examen estaba superado, y por fin le llegaría ese momento de debutar en la
Fórmula 1, del cuál estaba ávido desde los cinco años.
Su entrada a la misma
se produjo de la mano de un contrato firmado por la modesta escudería Toleman.
Apenas en su segunda carrera, Ayrton logró la sexta posición, a pesar de correr
con el frontal de su monoplaza estropeado. Para confirmar que este resultado no
fue casual, Senna repitió en el GP de Bélgica. Y luego, en el de San Marino, no
pudo clasificarse por un inconveniente entre Toleman y Pirelli. Lo que el
brasileño no sabía, es que precisamente allí, el futuro le tenía reservado una terrible fortuna.
El año 1984 tuvo un
momento álgido para Ayrton: el del GP de Mónaco. La jornada en el principado
había amanecido lluviosa y con una intensa bruma que bloqueaba hondamente la
visibilidad. Nadie se esperaba que el emergente genio de la F1 se destacara de
tal manera en esas condiciones. Ninguno de los millones de espectadores conocía
la destreza que Senna tenía en pistas mojadas, y fue así que dio el gran
batacazo. Entre charcos de aguas y a base de espectaculares maniobras y
adelantamientos, logró la segunda plaza. En su mira, tenía apuntado al primer
lugar, que era ocupado por Alain Prost. Hombre que en el tiempo se convertiría,
sin dudas, en el mayor oponente de Ayrton.
El resto del
campeonato, con un vehículo bastante mediocre, logró varios podios y dio a
conocer su nueva decisión: se iría de Toleman para correr en Lotus. Así, más
acaudalado gracias a su nuevo vínculo y con una monoplaza mucho más competente
–si bien ese año dominaban los McLaren-, logró alzarse con dos importantes
victorias, la primera bajo la lluvia de Estoril y la segunda, en Bélgica.
Al año siguiente,
1988, Senna consigue su primer título de la mano de McLaren y el prestigio que
merecía. Porque fue ese campeonato, que el virtuosismo de Ayrton pudo más que
la experiencia y la estrategia del “profesor”, Alain Prost. Tras un emparejamiento
constante y una resolución final apretada, el as brasileño se adjudicó su
primer título de F1, lo que sería el puntapié inicial de una gran crónica.
En 1989, las
relaciones de Senna y Prost –compartían escudería- eran de gran compañerismo y
camaradería (o al menos eso parecía). Aquí la historia da un rotundo giro sobre
su eje, y los enfrenta casi permanentemente, luego del no cumplimiento de un
preacuerdo hecho entre ambos, que pactaba que el primero que llegue a la curva,
no se vería atascado por el otro. Desde esa victoria de Ayrton –en la que Alain
había largado mejor y el incidente lo hizo deshacerse-, se desenterró el hacha
de guerra y se aseveró que cada uno seguiría su camino-. Algo que, claro, tampoco
se cumpliría, teniendo en cuenta que sus peripecias se volvieron a cruzar en innumerables
ocasiones. Meses más tarde, en el GP de Japón, Senna tenía en la mira de sus
pequeños y desafiantes ojos la patente de Prost, que era acechado por la
velocidad del brasileño. Cuando sobre el ocaso de la carrera éste pudo pasarlo
en una curva, “el profesor” se le cerró previendo la maniobra, ocasionando el
enganche de los vehículos. Senna pudo continuar, y arrebató el primer puesto (que
estaba ahora ocupado por Nannini). Sin embargo, el francés Balestre le
consintió la victoria al italiano, generando violentas polémicas que devinieron
en una descalificación y multa por parte de la FIA; y la gradual depresión del
brasileño. Su estado emocional que ya rayaba el paroxismo, y sus negros ojos,
que ahora reflejaban un infinito túnel oscuro de incertidumbres, desconsuelo y
nostalgia; brillarían nuevamente al año siguiente, con la redención con Prost y
su segundo título mundial.
1990 fue una buena
oportunidad para reconstruirse sobre su base. Como una mitológica ave fénix
(que cada vez que se derrumba, se rehace sobre sus cenizas), Ayrton Senna da
Silva litigó nuevamente con el actual N°1 en la tierra del sol naciente, que
ahora paseaba su lomo sobre una potente Ferrari roja. Sin embargo –y más allá
de toda refracción-, se subió a su coche decidido a reverdecer sus ímpetus, sin
necesitar 46 vueltas como el año pasado, sino que apenas una curva, la primera,
para despojar a Prost de la hegemonía colocando su figura y para adornar sus
repisas con otro trofeo mundial.
Un nuevo año, un
nuevo título. El 1991 para Ayrton Senna fue un año complicado aunque lleno de
triunfos. Él mismo lo declaró uno de los más infelices de su vida. Y no fue de
mucho consuelo haber logrado el tricampeonato mundial (nuevamente en Susuka,
Japón); haber logrado un GP en sus tierras natales (hecho que repetiría
dos años después); haber colocado su nombre en una exclusiva y restringida
lista de tricampeones mundiales de la F1; y haber consiguido el éxito
sempiterno.
Los años que
siguieron, fueron un intento banal e infructuoso de contrarrestar la supremacía
de Williams-Mansell. En el ’93, y sosteniendo su argumento de cuán insoportable
es la presión psicológica de pertenecer a la élite, el genio de la F1 casi se
pierde de participar por cuestiones contractuales. Aun así, luego de duras
tratativas, vuelve a deslumbrar al planeta con sus maniobras. Por ejemplo: en
el circuito británico de Donington Park, bajo la lluvia más impresionante de
los últimos veinte años, cuando Senna largó mal y comenzó a devorarse uno por
uno, llegando de nuevo, al segundo lugar (precedido por Prost y su
“astronave”), y volviéndoselo a arrebatar finalmente. El final del año proclamó
campeón al piloto francés. Senna refrendó su clase excepcional con un subcampeonato
y una serie de cinco victorias consecutivas con su monoplaza notablemente
inferior a la de sus adversarios.
Lamentablemente, no
todas las historias tienen un final feliz; y aunque desearíamos que el 1994
jamás hubiese llegado, es inevitable de omitir en las crónicas de nuestro
héroe. Senna, quien venía de consabidas depresiones y no se lo veía feliz
acorde a sus logros, agobiado por las presiones, tuvo la mala decisión final de
seguir corriendo y no abandonar el deporte, cuando se sabe, que estuvo a punto
de hacerlo. Firmó para la escudería Williams una muerte previsible, causada por
los ineficientes “cráneos” de la organización.
Las pruebas
invernales habían desanimado y preocupado la granítica confianza del abrumado
Senna. Los nuevos vehículos se habían vuelto inmanejables e incómodos, y ya se
habían sucedido una serie de accidentes que preocupaban a todo el mundo (salvo
a los minúsculos cerebros de la FIA, claro).
San Pablo, su “patria
chica”, recibía el primer GP del año y junto a él, a su máxima figura. Las
calles de Brasil rebosaban de alegría y cada bar del lugar se desbordaba de
locura y pasión por su máxima figura. Para sorpresa de todos, Ayrton sufriría
un trompo, y la carrera la ganaría otro emergente campeón de campeones, Michael
Schumacher. Las sombras invernales se volvieron cada vez más densas y ni
siquiera “el hijo de las tormentas y los fuertes vientos” pudo disiparlas.
Gran Premio de San
Marino. Imola, circuito Enzo y Dino Ferrari. Curva de Taramburello. Año 1994. 1
de mayo. El recuerdo es una pesada carga sobre la espalda imposible de
sacársela de encima, la memoria resquebraja los moribundos corazones de
cualquier amante del automovilismo. O del deporte mejor dicho. Porque Ayrton
Senna, de un segundo a otro, pasó a formar parte de la pole. Esta vez, la pole
del cielo.
Su funeral fue uno de
los más emotivos de la historia. El inerte cuerpo que había pertenecido horas
antes al piloto más grande de Brasil y del mundo, fue acompañado por las calles
de su amado San Pablo por más de dos millones de personas desconsoladas y
atónitas, realizando su recta final al Olimpo de los Dioses del automovilismo.